14 de julio de 2015. Martes.
GOLPE
INESPERADO
Lágrimas de silencio, en el jardín. F: FotVi |
-Hubo un día (18 años hace) en que Dios estuvo en Ermua en la agonía de
un joven de nombre Miguel Ángel Blanco, y luego de recibir un balazo en la
nuca. Dios estaba en la nuca, donde hirió la bala, en el terrible golpe
inesperado, en aquella abertura por donde entró la muerte. El mal, y el
maligno, estaban en la bala, donde clamaba la perversidad, la sordidez, lo
irracional. Hay cruces confeccionadas de diversos materiales: entre ellos, el
tiro cobarde y satánico en la nuca. Ese día, como en Auschwitz, como en tantos infiernos
del odio (piense usted uno: ¡hay tantos desde Abel!), la humanidad menguó, perdió
dignidad, cayó a más baja estatura espiritual que cualquier humilde hierba
nacida como un vuelo de vida y belleza en el campo, el campo floral y el de los
sueños, como el de la espiga. Dieciocho años, y ya empieza a echarse la tierra
del olvido sobre la herida y sobre el que la produjo, que fueron uno, o fueron
dos, o un pueblo (o porción), que miraba para otra parte. Casi todos mirábamos
hacia otro lado, hasta que entró la bala, rompiendo y taladrando, en la nuca de
Miguel Ángel, y en nuestras conciencias. Entonces hubo clamor blanco, manos
blancas alzadas al cielo (gritos blancos), lágrimas blancas, y horror negro. Yo
recuerdo el día y la hora, y dónde estaba, y el dolor airado, y la detención de
todas las cosas en el pavor, en la niebla. Celebré la misa y no supe qué decir;
sólo mirar el pan del altar, el consagrado, el que latía con Dios, y balbucir
apenas: «¡Señor!», y hacer un silencio larguísimo, con ruido de lágrimas, que siguieron
los que me acompañaban. Y no sé, Diario, por qué ahora me vienen a la boca, como
seca oración, lo que el poeta Héctor Viel escribió en un día de enfermedad triste:
«Señor: Desde este instante, mi cabeza quiere ser, por los siglos de los
siglos, la herida de tu mano bendiciéndome en fuego» (11:30:37).
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