21 de mayo de 2015. Jueves.
URNAS
Luz, tras las alambradas. F: FotVi |
-Uno, a veces, recupera energías echando mano del recuerdo.
Fruta que coges del árbol del pasado y la muerdes y te llena la boca de jugos
que se desbordan como miel o acíbar por las comisuras, así es el recuerdo. Desbordamiento
de sensaciones. Porque en el recuerdo siempre hay algo de acíbar y mucho de miel;
y es que, con el tiempo, la miel endulza al acíbar, y lo que fuera triste, se
conjura con lo alegre ahora y ambos, aunque con achaques, inventan la senectud
llevadera y hasta feliz. Intentar ser feliz en los recuerdos es como rebobinar
la vida y probar a revivirla de nuevo, evitando, eso, sí, el pánico del error
de antaño, y excitando sólo la fibra y el vigor de lo bueno, ahora. O lo desagradable
revestido de bondad, ahora. Recuerdo que llegué al recinto donde tenía que
votar, la escuela. Y, sobre una mesa, vi una arquilla, cuadrada, arquilla a la que
llamaban urna; yo la miré absorto. Ahí estaba el secreto. Su tapa trasparente
relucía; tapa que tenía una ranura; con el nerviosismo -era la primera vez a
mis 42 años que ejercía mi derecho al voto-, se me resistía introducir en ella la
papeleta que antes había elegido. ¡Una urna, una ranura, y una papeleta! Reía
yo, reía mi mano, reían los componentes de la mesa, temblaba la papeleta. Sin
embargo, fue entonces cuando caí en la cuenta del valor moral y aun utópico que
tenía aquel acto, aquel gesto, aquella turbación de la papeleta antes de entrar
en la urna. Una papeleta que decide, que habla, que dispone, me dije. De ahí mi
emoción belicosa y dulce, excitada. Cuando entró la papeleta en la urna, exclamé
(en mi interior): «¡Soy libre!», y (a mis 42 años) gocé de mi mayoría de edad,
y, con unción, la comulgué, mi libertad, como el que come a Dios por primera
vez, la paladeé emocionado, pero con un cierto susto. En la papeleta, tomaban
forma mis sueños de democracia, sin pensar entonces en Platón, que, tras la
democracia, auguraba la tiranía. Por culpa de los «excesos de libertad», que
llevan «a no preocuparse en absoluto de las leyes, para no tener en modo alguno
ningún señor», decía el filósofo. Pero aquel extraño y sublime ensueño, o
exclamación emotiva (ir a votar), ahora es sólo una tenue y pobre duda, próxima
a la desilusión. ¿Voto, no voto? La urna, símbolo de mi primer idilio con la
libertad, me atrae; pero la papeleta (¿a quién votar, hacerlo, no hacerlo?) me
llora en las manos. La papeleta llora mi llanto, quizá. ¡Han sido tantas los
fiascos! O tal vez sea que, con el hecho de votar, se haya llegado ya a aquel brutal
y descarnado vaticinio de Aldous Huxley (Un
mundo feliz), en el que aseguraba «que la gente en realidad (votando sin más)
podía haber empezado ya a amar su servidumbre», la que impone el Sistema. ¿Posible,
Diario? No sé; me vuelve aquel susto de entonces (10:05:31).
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