24 de agosto de
2017. Jueves.
JARDÍN
DE INFANCIA
Paisaje, junto a la cruz de Carrascalejo. Bullas. F: FotVi |
-Ayer, viajé a Barranda.
Con tres amigos: Juan, Pepe y Antonio. Un jardín de la infancia; es decir, todos
con achaques, salvo Juan, el conductor. O la vejez feliz y confiada. Idóneo
calificativo. Volvíamos a estos parajes boscosos y fértiles, con latido, vivos.
Antes de la ciudad de Mula, un paisaje lunar árido, de color blanco desabrido, como
angustiado, con dunas y tajos impresionantes de margas, dejaba paso a otro de
pinares, huertas y amables cumbres verdes. Paisaje con casi un grado más de
humanidad, de benigna temperatura. Visitamos el Cristo del Carrascalejo, inclinada
la cabeza, mirando con ojos vivos, bajo una cúpula de árboles inmensos, y un
alrededor placentero, con gatos, como panteras asustadas, vigilando a los
visitantes. Allí se vende vino del lugar, sin pudor. Por lo visto el Cristo
atrae a bebedores del rico y animoso caldo. Pasamos por Cehegín, la bella
ciudad de las calles fluctuantes, respuesta a la vieja Begastri, con arqueología
de íberos, romanos y, en tiempo visigodo, con obispo y teología en concilios
del siglo VII. Allí tiene familia, Juan, el conductor. En su honor. Y llegamos
a Barranda, donde el sol no aúlla, solo calienta como una estufa invernal. Llegamos
a casa de Juan, el hablaero de la
Cope. Recibimiento episcopal, reverendísimo. Cordial. Y comida en el
restaurante El Zorro, donde la carne a la brasa y la ensalada con anchoa echada
encima, dulcemente desvanecida, remedian el hambre y desvanecen las ganas de
comer. E incitan, además, a la pequeña siesta, con la Vuelta a España como telón
de fondo, ese hermoso tostón que se oye, apenas, mientras dormitas. Concluida
la dormición, volvimos por el mismo camino, sin tropiezos y con el
contentamiento por nuestra parte del deber cumplido en afecto y compañerismo, y
gastronómico, que la vejez, Diario, aprieta a veces, pero no ahoga (11:58:36).
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