-Cuando aún duerme el silencio, me despierto. Y el
silencio, entonces, bosteza conmigo. No se mira en el espejo, porque no tiene
rostro, ni se oye, pero está. Lo noto cuando irrumpe el agua en el grifo del
lavabo o cuando toso o me lavo: entonces sé que el silencio está ahí, vigilándome.
Hay dos clases de silencio: el de Dios, que solo hablaba
al corazón; y el de las cosas, que se rompe –nunca habla– cuando abres una
puerta o abres el armario donde descansa la cuchilla de afeitar.El silencio de Dios se oye cuando meditas desde la contemplación; y el silencio de las cosas,
cuando las usas o se te caen de las manos. Dice san Juan de la Cruz: «Una
palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno
silencio, y en silencio ha de ser oída del alma».
Yo todavía estoy aprendiendo a hablar en silencio con
Dios, y es que nunca hay suficiente silencio en mí: el ruido del yo, hace,
Diario, que no oiga el silencio atronador de Dios.Cierro el oído y abro el alma, para ver si me llena de su
silencio.
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