20 de junio de 2021. Domingo.
DIOS CEÑUDO
DIOS CEÑUDO
-Me despierto revestido de domingo, de fiesta con Dios. Ir de fiesta con
Dios, sin embargo, no se estila. Dios, según nos lo imaginamos (también yo, alguna
vez), debe ser un Señor tedioso, de rostro de palo, jamás risueño, que, cuando
salimos a divertirnos, es mejor dejar en casa: no nos agüe la fiesta. Así nos
lo pintan. Así nos lo imaginamos. ¿Dios riendo? ¿Cuándo? ¿En qué lugar? ¿Ni
siquiera cuando dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí»? ¿O cuando comía
con algún amigo fariseo? ¿Siempre solemne? ¿Nunca distendido, en ningún momento
de su vida? ¿Tampoco en las bodas de Caná, con el vino de por medio y los
amigos? ¡Qué tristeza, entonces! Un Dios tan ceñudo, tan hosco, tan estirado, entristece
el mundo, lo viste de escombro y no de asombro, lo ennegrece. Andar por la vida
con el borrón de Dios tras de ti, o delante, frustrando tu alegría –el trago a
veces amargo, pero siempre hermoso de vivir–, debe ser algo así como el mito de
Sísifo, eternamente subiendo el pedrusco, que, una vez arriba, se te vuelve a
caer, y así una y mil veces, hasta la desesperación. Yo, por el contrario, no
me imagino de este modo a Dios. Me lo imagino cercano y festivo, celebrativo y
abierto, asombro asombrado, y quizá sólo solemne, cuando dice: «Amaos los unos
a los otros como yo os he amado». O, desde la cruz a su madre: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo». Hoy despierto y digo: «Dios, nos vamos de fiesta», y, cogido
del brazo, me lleva a la Eucaristía, donde está, Diario, la fiesta de Dios, con
vino y pan, y hermanos que cantan y hacen alabanza, y comen y reparten ese pan,
y hacen comunión, fraternidad, festejo divino, y humano (12:49:45).