martes, 22 de abril de 2014


22 de abril de 2014. Martes.
GABO
 
Soledad, vestida de soledad. G. Luna. F: FotVi
 
-Un servidor todavía sigue llamándole Gabriel García Márquez, con respeto, como entonces, cuando leí, con mucho sudor y lágrimas, Cien años de soledad. Sudor y lágrimas, porque apenas entendía nada, y una y otra vez tenía que volver sobre lo leído e identificar así situaciones y personajes, que me parecían repetirse, y en realidad se repetían, como en una locura de hielo, que nunca es el mismo aunque lo parezca. O es el mismo y se disfraza de lo mismo, hasta parecer que no lo es o sí lo es, no sé. Leí Cien años de soledad en una edición, pulcra, del Círculo de Lectores, de 1970; es decir, tres años después de haber sido escrita y editada, un lujo. La cubierta es de G. Luna y, en azules, dibuja la soledad como una anciana sentada en una silla (en un negro azul), con los ojos bajos y las manos entrelazadas sobre las rodillas, entre el halda. Pues, ahí, leyendo entonces Cien años de soledad, casi me volví loco, preguntándome quién podía ser quién en tantos y tantos nombres y apellidos repetidos de generación en generación, como un rosario de cuentas de alcanfor. Pero me fascinó, y años después la volví a leer, y seguí volviéndome loco, pero menos; los nombres me sonaban mejor y los iba distinguiendo, y hasta el «sofisticado artefacto lingüístico» que García Márquez se inventó. No es que las cosas tuvieran sentido; sólo era que iba perdiendo el sentido yo y las cosas sin sentido me las empezaba a creer, o a darles sentido. Empezaba a creerme lo increíble. Creer en la literatura es creerte sus mentiras, hasta asombrarte de tu fe. Cervantes es un embaucador perfecto, que acierta con las palabras para hacer parecer que no lo es. Salvo las palabras y el sentimiento, en la literatura casi todo es mentira. García Márquez (aunque en menor grado) es otro embaucador excelso. Al que, bastantes de los que no lo han leído, llaman ahora Gabo, seguro que porque han mojado alguna vez en el mismo plato que él. «Estábamos Gabo y yo»…, se lee y se oye estos días; todos han estado con Gabo, salvo Gabo consigo mismo, quizá. Y entonces cierto mundo ha descorchado la botella de champán de las burbujas celebrativas. Burbujas, que acaban en un ¡plaf! o estallido húmedo y frágil que se rompe en irisadas partículas vivas. Se celebra que ha muerto Gabo, el creador (casi un pequeño dios) de todo un mundo, Macondo, que al final de un libro de 348 páginas es destruido por «la cólera del huracán bíblico» (su misma cólera tal vez), cuando Aureliano estaba descifrando el pergamino en el que se decían «la fecha y circunstancia de su muerte» y de «la ciudad de los espejos (o los espejismos)», que «sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Buendía acabara de descifrar los pergaminos». Celebrar la muerte de Gabo en ceremonias de boato y lujo, está bien; pero es mejor leer el libro y no sacar ninguna conclusión, salvo la de que una mentira bien urdida puede crear un mito y, al punto, destruirlo, si no se le presta la atención de lo que se ama. Yo, Diario, rezaré por Gabriel García Márquez (no por Gabo: confieso no haber mojado nunca en el mismo plato que él) y seguiré leyendo la hermosa mentira titulada Cien años de soledad, mentira que espero no creer nunca para así seguir asombrándome de su posible veracidad, o mentira (20:35:34).

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