29 de noviembre de 2014. Sábado.
HABLAR
CON LA SOLEDAD
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Nacimiento, en el jardín. F: FotVi |
-No hay nada más inquietante que hablar con la soledad; dices, y no oyes
respuesta; cierras los ojos y quieres asir algo, y al otro lado no hallas nada;
lloras, y se te caen las lágrimas sin que nadie las recoja. La madre suele
limpiar las lágrimas posando un dedo en ellas; en la soledad, sin embargo, se
limpian con el revés del puño de uno mismo o se dejan ir. En la soledad, las
lágrimas no son ruidosas, no como en compañía, que se oyen. Yo he oído las
lágrimas de gente que ha venido a mí a pedirme que las oiga, y las he oído, sin
verlas. Si se presta atención, las lágrimas de la soledad son las más ruidosas,
aunque no sollocen. Kafka escribió relatos de soledad y le salió una literatura
de horrores. En su soledad, Kafka, un día, se vio insecto, y se sintió
repulsivo. Nunca se lo dijo a su familia, que también lo veía repulsivo. Las
cucarachas son repelentes y Kafka se veía cucaracha, repelente. La soledad es
una cucaracha que te envuelve con su repulsión. Tanto, que, aunque no haya ojos
que te miren, tú crees que hay ojos que te miran y que te ven horrible. Los
ojos de la soledad son ojos que te ven sin tú verlos, por eso espantan. Y dan
miedo. Espantan porque te miran a todas horas y tú no los puedes esquivar. Es
como en un salón con muchos espejos, que todos te miran y tú no puedes verte
más que en uno, donde te reflejas. Toda soledad da miedo, porque de frente y a
la espalda y arriba y abajo sientes el vacío. En la soledad no hay nada que te
pueda acompañar; salvo tus miedos. Y los ruidos, que siempre están, compañeros
de viaje de los miedos. En la soledad, quizá no haya ruidos, pero están. Como
en la casa tomada de Julio Cortázar. Yo
soy afortunado sin embargo en la soledad, porque oigo cosas que la hacen
llevadera y fértil; oigo al Invisible (yo lo llamo Dios por el vicio de leer libros
antiguos y sabios como la Biblia); en el jardín oigo al pájaro ocasional (mirlo,
gorrión) cantar, y, poniendo muy fino el oído, hasta oigo la hoja que nace, o el
estruendo de las patas del pequeño ciempiés, patas que mueve al modo del
perseguirse de las teclas del piano en la ola de un arpegio, con fluidez y sin
tropezarse unas con otras. Decir, pues, que la soledad, aunque carezca de uñas,
araña, que porta libros, trasiega miedos, y, de tan callada, asusta, y lame, y toca
el hombro, y nunca está cuando te giras para ver el quién…; pero, hay veces,
Diario, que redime (12:51:23).