4 de febrero de 2017. Sábado.
FE SENCILLA
San Blas, en la Catedral de Dubrovnik, Croacia. F: FotVi |
-Ayer, en San Blas, gocé de la religiosidad llamada
popular, y que no es menor que la otra fe que se dice de élite o llena de
meditación y liturgia, llena de racionalidad teológica. O la fe que llevan de
libro en libro -ensayos los llaman- los que se consideran entendidos en la
Escritura y en las controversias de escuela, intelectuales estos abiertos a la
exposición de sus dudas y artificios científicos en facultades y movimientos. A
veces, sin un espíritu vivo. O con un espíritu vibrante, pero envuelto en la
frialdad del dato y la cita, del tratado teológico. La religiosidad popular es
creencia revestida de vida cotidiana
-gastronomía, indumentaria, ritos de paso, folclore…- y de afirmación o fe sencilla.
La religiosidad popular quizá no escriba tratados, pero expresa lo que siente, o
lo que le dicta el gran tratado de la vida. San Blas es una de estas fiestas
religiosas llamada popular, y capaz de convocar a gentes que rezan, comen y se
divierten. Es lo que caracteriza a estos festejos del pueblo. San Blas, en su
caverna del monte Argeo, Turquía, quizá no pensara en nada de esto, pero los
santos son lo que son -defensores de la verdad, de la justicia, de la
misericordia-, y luego lo que el pueblo quiere. O eres santo de tratado
teológico, o santo del pueblo. O los dos modos a la vez. Y San Blas, por su
condición de médico y por algún prodigio que se le atribuye, es protector de
las enfermedades de garganta y santo de altar y de pueblo. La invocación a San
Blas y un buen vaso de zumo de naranja con miel te mantienen libre de catarros
y toses durante el invierno. Yo, a esta religiosidad popular, la suelo llamar
la fe del agnóstico, que dudoso de su fe sigue, sin embargo, fielmente a San
Blas (o a la Virgen del Rocío). Es un decir. Un servidor desea participar de
ambos tipos de religiosidad: la de los libros y la popular, para -de un modo si
se quiere egoísta, y funambulista-, no errar el tiro, y así dar en el blanco de
la fe que salva. Y mientras tanto, decir con Marina Tsvietáieva, la mejor poeta
rusa del siglo XX: «Y yo, yo te ofrezco mi ciudad con sus campanas, / … y con
ella, te doy mi corazón». Mi corazón, Diario, que suena a fiesta (11:39:29).