13 de junio de 2015. Sábado.
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Niña buscando en la basura, en una ciudad de la India. F: Vanessa Cuer |
-Es en la Escritura, ese lugar en el que Dios, por mano de amanuense, solía
dejar sus pensamientos, donde por primera vez se pueden leer juntas las
palabras «justicia y derecho». Siglo VII a. C., ya entonces. Jeremías oyó y escribió:
«En aquella hora suscitaré a David un vástago legítimo, que hará justicia y
derecho en la tierra». Es más, a este vástago se le llamaría
«Señor-nuestra-justicia». No Dios sólo, sino «Dios-justicia». Utopía, pues, en
la Escritura, o ensoñaciones de profeta guiadas por una voz invisible, que, a
siglos vista, perturban. Sin embargo, he aquí un mundo infame, turbio de
señorías y castas, plagado de infiernos a causa de la injusticia, que no ha
seguido aquellas ideas o sugerencias del vástago
de David. Titulares: más de 350 millones de niños en el mundo son esclavos. Otro
titular: uno de cada doce niños y niñas en el mundo es explotado laboral y
sexualmente. Niños y niñas entre 5 y 14 años. Otro más: Europa, continente de
niños esclavos. El infinito se podría llenar de titulares semejantes. Y no hay
conmoción en el mundo, no hay llanto que, como un río, anegue las gargantas;
gargantas que sólo se usan, a veces, para engullir y eructar, y decir palabras
vacías: tristes homilías y feroces mítines eufónicos, complacientes, pero huecos.
La oquedad de la mentira o del eufemismo. Un día, de niño, supe lo que era la
injusticia. Fue en la posguerra, en Molina, y llovía frío; en el horno del apodado
Hornerín -casa amiga de pan y amparo-, me habían dado la merienda: pan y
aceite, con azúcar. Y en la calle ya, di el primer bocado: mordí el pan como si
lo hubiera hecho a una melodía. Crujió el pan, y se me hizo la boca agua, y Dios,
como cuando se comulga. Pero, de pronto, alguien, un señor mayor, con barba y
ojos alocados, surgió de la nada y, con la violencia de la desesperación, me
arrebató el pan. Y, escondiendo el pan bajo su chaqueta vieja, casi hecha de tiras,
huyó. Lloré y salieron a ver; conté y recuerdo que, con paz, y con la vista
perdida como el que rememora algo lejano, mi padre me dijo: «No llores, tendría
hambre», y dejé de llorar. De este modo, empecé a descubrir qué era la
injusticia. Me dije y me sigo diciendo: ver el hambre y no compartir el bocado,
eso es la injusticia; o mirar la esclavitud de la niñez y no gritar hasta romper
todos los tímpanos, y, con los tímpanos, las conciencias, eso es la injusticia.
Ahora lo sé, Diario, y por eso grito (11:40:11).
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