23 de julio de 2014. Miércoles.
¡DÍA!
Saludando el día, en el jardín. F: FotVi |
-Se me aparece el día y, simplemente diciéndolo, lo canto. ¡Día!, digo,
y, aun sin pronunciarlo, oigo su música en las manos, en los ojos, en el alma. Todo
vuela, dentro y fuera de mí. El alma tiene oídos que escuchan hacia el interior,
que es donde más se vive la vida. Gozar el instante, qué milagro. Sin embargo,
me entristece el ser humano en el que sólo vive la destrucción y la insidia.
Los destructores (metamos aquí a los revolucionarios, los inquisidores, los
tiranos, los que, en un diálogo, jamás ceden la palabra, los tontos que se
creen genios…) nunca construirán -es un decir- ni la pirámide de Keops ni El
entierro del Conde de Orgaz; ni Keops ni el Greco pertenecían a la jungla de
los destructores. Eran artistas; o sea: artífices de algo novedoso, porción o
trozo ellos mismos de la maravilla que creaban. Ambos (Keops y el Greco,
soñadores) dejaron su obra, que luego destruyen -es un decir- o los hombres de
Hamás, o Netanyahu, o un tal Putin, o los esbirros de Boko Haram, como antes lo
hicieran o un Hitler o un Stalin, y una lista interminable de funestos servidores
del mal, que, de vez en vez, incendian el mundo. Al despertar, suelo decir ¡día! con fuerza, en mi interior, para,
al decirlo, oír su música, la de la palabra que lo dice, y sentir así que vivo
y que, como diría el de Asís, en aquello que digo, Diario, hago loa del Creador.
¡Ah, el día!, y el día me oye y, conmigo, oye su música y es más día; día hasta
que el sol hace su ocaso y cierra los ojos al milagro (21:00:57).