1 de febrero de 2017. Miércoles.
AMANDO
Insinuándose, tras el muro. En Heidelberg, Alemania. F: FotVi |
-Escribir de las cosas del mundo, grandes y pequeñas, de
las escondidas en una concha de ostra o de las abiertas al asombro como un
racimo de estrellas, es un deber del que coge la pluma y hace aparecer palabras
que dicen estas cosas sin otra vocación que las de decirlas. Decir cosas, ponerles
nombre, calificarlas, obligarlas a verse así reflejadas en ese nombre e
iluminadas en ese adjetivo, es la razón de ser de todo escritor. Y, en esas
cosas que dices, dices a Dios, aunque no lo nombres. Hay quien me advierte
-seguramente con buena intención- que nombro poco a Dios cuando escribo, o
sencillamente que lo ignoro. Y lo hacen porque desconocen que toda palabra que
se escribe o dice con amor, es palabra inspirada por Dios. ¿Puedo decir luz, o
tiniebla, o amigo, o mar, o silencio, o tormenta, o pájaro, o niño, o
inocencia, o incluso guerra, etcétera, y no estar hablando de Dios? Y he dicho
incluso guerra, porque se puede hablar de guerra, pero pensando en la paz. Y si
yo digo reloj, estoy dando la hora con Dios. Y si miedo, estoy escondiéndome y
escondiendo a Dios, lo que no debe gustarle. Y si digo libertad, estoy
rompiendo cadenas con Dios, y dejando que brille el otro lado llameante de la
esperanza. Al menos, era la creencia de Leibniz, que decía que Dios está en
todo. Y Santa Teresa, la que intimó tanto con Dios que llegó en alguna ocasión
hasta al extremo de reñirle: «Queda la sensación -decía- de que Dios también
está en el viaje con nosotros». O Vincent van Gogh, el pintor de los bellísimos
manchurrones amarillos: «Siempre he pensado que la mejor forma de conocer a
Dios, es amando muchas cosas». Creo, Diario, que siempre que escribo la palabra
amor, estoy sacando a Dios a relucir, sacándolo del anonimato (18:59:04).