22 de marzo de 2021. Lunes.
RECORDARÉ
RECORDARÉ
-Recordaré. Cuando todo esto pase, recordaré los aplausos desde los balcones, y los cánticos, y las guitarras, y los ojos con mariposas de los niños –miradas absortas–, dando gracias a los profesionales de la medicina. Esos aplausos, en lo más crudo de la pandemia, sellados y bendecidos con alguna lágrima, celebraban la alegría de vivir, de seguir ahí cada tarde, a las 20:00 horas, como un ritual hermosamente fascinante y gozoso de esperanza. Daban las gracias a los profesionales de medicina que hacían posible el milagro de la vida, esta claridad de servicio. Pero también recordaré otros aplausos negros, tristes como el cauce de un río sin agua, malsano, infectado de moscas: los aplausos de hace unos días en el Congreso celebrando la muerte, la expiración de la dignidad, el silencio de las cosas; fue este un día trágico, día que rompía y deterioraba la alegría de vivir el hoy y de soñar el mañana, como una aventura irrepetible y única, celeste. No hay cuidados paliativos, solo hay muerte, y subvencionada. «Muerte digna» llaman a este fracaso programado y alentado desde el mal llamado progresismo. La muerte nunca es digna, ni amable, es el signo visible y terco de nuestra debilidad; debilidad, que sin el aliento –soplo revitalizador– de Dios, sería solo finitud y sombría morada de gusanos, claustro interminable de soledad, glacial gélido de la nada. Dios nos salva de esta decrepitud y erial, y nos eleva a la categoría de hijos que, en él, Diario, somos salvados, dignificados. Él es la posada donde habitaremos, con la eternidad como dádiva y diálogo, como redención concluyente y feliz, definitiva (12:06:16).