23 de febrero de 2022. Miércoles.
DESENCANTADO
DESENCANTADO
Profecía de Zacarías, Monte de los Olivos. Israel. |
-No es tanto estar “indignado” como estar “desencantado”. Con el tiempo,
me van quedando pocas cosas en las que creer. Creo en Dios y en aquello en lo
que Dios se intuye o se insinúa, como ocurriera en aquella zarza del Sinaí que
ardía sin consumirse. Sin ser fuego, Dios se intuía en el fuego, que hablaba
crepitando, y decía palabras que constituirían el código de comportamientos del
ser humano. También de los comportamientos de la ciencia. «El hombre encuentra
a Dios detrás de cada puerta que la ciencia logra abrir», dijo Albert Einstein.
No creo en la política, aunque la soporto –es necesaria– y sí creo en la
Iglesia; aunque –quizá– no en toda. Creo en la Iglesia que es justicia y paz en
el amor, y verdad y dolor, y ternura, y pecado, pero reconocido y asumido como
debilidad, como una esquirla más de la cruz que dignifica lo débil. «De buena
gana me gloriaré en mis debilidades, para que así descanse en mí el poder de
Cristo», dice San Pablo. No creo en la Iglesia que se afana en ser poder y fortuna,
posesión. Creo en la Iglesia que es humildad y es mano que se ofrece para curar
y levantar del despojo, de la hez, al desvalido, en la mano de Teresa de Calcuta.
No sólo por caridad, sino como justa reparación. Creo en la iglesia que sirve, que se
ofrece como alivio al desabrigado y que duerme, envuelto en harapos, a la
intemperie del templo –santuario– de la pobreza: el frío y soledad del banco
del parque o el sobrecogido atrio de una iglesia. Creo en la fe de mis mayores,
que tal vez no fuera muy teológica –o sí–, pero era fe llena de amor y bienaventuranza,
y que se sabía bendecida e iluminaba por el Espíritu de Dios. La indignación se
cura, Diario; el desencanto dura más, hasta que algo –o alguien– te devuelve el
arco iris de una sonrisa o te sostiene la mirada sin herirte; sólo basta con
ilusionarse de nuevo, inaugurando pasos nuevos en el mundo nuevo, que tú vayas
construyendo (11:00:23).