19 de noviembre de 2016. Sábado.
LA CIUDAD
Nunca estás solo en el mar, amanecer en La Torre. F: FotVi |
-Ayer volví a La Torre, pero con ojos barrocos, llenos
de avenidas y árboles gigantescos de ciudad. Y ruidos perversos y estéricos de
coches que van y vienen, contaminantes. Y gente con prisas, apurada, con un
cierto aspecto de cansancio en su apariencia. En la ciudad, ves la pobreza en
las calles con la esperanza de que caiga una moneda en su mano alargada.
Esperanza en las manos alargadas, demoradas, persistentes, de la pobreza. En el
campo, todo es distinto, más coloquial, más íntimo, más secreto. Y más natural.
Afinaban los pájaros; en verano huyen: les espantan los veraneantes que llegan
con todos los ruidos y heridas de la ciudad. Una ardilla me saludó mirándome
con osadía, o con el gozo de quien recibe complacido a un colega desconocido. Me
miró desde su altura -una palmera-, y siguió llevándose dátiles a la boca con
sus patas delanteras; sin inmutarse, comiendo con los mofletes hinchados, con
aparente glotonería. Yo le dije: «Hola, ardilla», y entré en el patio de casa,
donde me esperaban para ser barridas las aceitunas caídas del olivo. Eran negras,
aceitosas, apetitosas para el mirlo y el petirrojo, y el gorrión. Ando, y veo
el mar, y recibo su consuelo, ahora que está solo, ahora que estamos solos él y
yo, sin el clamor desnudo de los bañistas, sin el pésimo gusto desnudo de
ciertos bañistas. Y ya, de vuelta a casa, Diario, pienso en lo que escribió Hemingway
en El viejo y el mar: «Y, de pronto -dice-,
se dio cuenta de que no hay nadie que nunca esté solo en el mar». El mar, de
dulce o trágica compañía, pero siempre amigo fiel… La mar (12:45:30).