6 de mayo de
2015. Miércoles.
LA NIÑA DEL
ABRIGO ROJO
La niña del abrigo rojo, en la Lista de Schindler. F: J. Kaminski |
-Anoche vi una película de escalofrío, alarmante por lo que denuncia, acusación
lírica y pavorosa a la vez, y profética, porque vislumbra que, quizá antes que
luego, pudiera repetirse esta misma página de Apocalipsis que en ella se describe.
Ideologías y sistemas políticos como el nazi (nacionalsocialismo), de colmillo
de lobo, feroces, nos acechan desde casi todos lados, desde ahí mismo, al otro
lado del Mediterráneo, desde nosotros mismos. El Estado Islámico (EI). Nos
viste el pasmo de lo terrible, dijo el poeta. Es un modo de decir que estamos
indefensos ante cualquier ocurrencia totalitaria y diabólica, ciegamente salvífica,
con un dios menor, el de la guerra, como inspirador y libertador. Anoche vi
(otra vez) La lista de Schindler, esa
obra de arte de la estupefacción y el pasmo ante la maldad sin causa, porque
sí, donde se archiva lo del «el ser humano es bueno por naturaleza», un dicho
que no llega a creencia, pero casi, y que no es verdad. El ser humano (o esa
gracia divina, quizá, que fue), puede llegar a ser perversión, y lo es, y lo ha
sido en tantos trechos de la historia, y lo estamos siendo. Desde Caín lo está
siendo, o desde más al principio, desde la metáfora aquella de la serpiente dando
a comer a la mujer una manzana perversa. La manzana de la soberbia y la
hinchazón, o de un diablo coronado de humos: seré, quiero ser más (más que
Dios: la Biblia); «Dios ha muerto», se dijo, y se reinventó en Hitler, y en
Stalin, y en otros; y así un día y otro, hasta el suicidio colectivo. En Alemania,
1933-1945. En la Unión Soviética, 1941-1953. Y hasta hoy: el EI. De la película
de Spielberg nos salva (me salva, hay salvación) la misma lista de Schindler (1.200 judíos salvados de las cámaras de gas) y la niña del abrigo rojo, que, con mirada
perdida, limpia, de ángel asustado, es incómoda realidad (su inocencia) incluso
para el ambiente en blanco y negro en el que se movía aquel terrible drama,
aquella humanidad despavorida, sin más asidero que el de la fe, tal vez, o el
de la muerte misma, para acabar, para dejar el sufrimiento en el cuerpo sin
vida, donde ni el dolor, al fin, duele. Decía Octavio Paz, con belleza desesperada
(o a punto de hallar asidero): «Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. /
Pero miro hacia arriba: / las estrellas escriben. / Sin entender comprendo: /
también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea». Es
enorme la noche, Diario, pero yo miro hacia arriba, intentando leer lo que las
estrellas escriben, para intentar comprender (11:36:20).