16 de marzo de 2019. Sábado.
NIÑOS DE ESCUELA
Vegetal, haciendo jardín, en Torre de la Horadada. F: FotVi |
-¿Por qué los sábados en mis
recuerdos de niño siempre aparecen vestidos de azul y vírgenes de
nubes? No recuerdo un sábado gris o con sandalias de mendigo: siempre los recuerdo con el semblante gozoso, y revestidos de juegos en la Plaza Vieja de
Molina. Donde, a pesar del hambre y las penurias, florecían la alegría y la
amistad sin banderas, y sin mítines corrosivos y enfermizos. Vivíamos de la
patada al balón de trapo y de las guerras de mentira, que emulaban la otra triste
guerra que acabábamos de padecer, y que nos había hecho pobres de todo, menos del
júbilo de ser niños y de jugar, sin odio, a la guerra de los mayores. Se jugaba
a la guerra, como lo hacíamos a las «cuatro esquinas» o al «marro cadena» y «al
marro la guardia». Éramos niños de escuela y de jugar mucho, y de soñar más,
pero de comer poco: siempre como pájaros de nido, esperando que la madre o el
padre llegaran con un pan bajo el brazo, que comíamos poco a poco, como si
mordiéramos un milagro, o una epifanía de pan, deteniéndonos y saboreando cada
bocado. Entonces todos los niños éramos pueblo, comunidad, y nos reímos en
familia, y en corro, e íbamos a la escuela con un solo libro, donde, aparte de
otras materias, nos enseñaban a ser educados y respetuosos. En la escuela de
Navillo, Diario, escribíamos con alguna falta de ortografía, pero con la ilusión
del niño que desea llegar a mayor, sabiendo las cosas que te harían feliz y «hombre
de provecho»; es decir, estudiábamos, aparte de saber, para ser felices y para pintar
de azul todos los sábados, aunque fueran sábados lluviosos y de mucho frío, sábados de posguerra (17:50:35).
Encantadores recuerdos imborrables. Son como la primera edición de la novela de nuestra vida, el capítulo primero, sin introito,de una imprevisible narración que no quisiéramos acabara nunca.
ResponderEliminarRecuerdos imborrables y que alegran la vejez. Son como un azucarillo en la boca, que hacen felices y dulcifican a las palabras. Maravilloso, José María, este primer capítulo que siempre vuelve y nunca se acaba.
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