NO PIERDAS LA SONRISA
-Salto de la cama –lo del saltar es un decir–, primeros pasos
vacilantes, respiración honda, me santiguo, y, con dudas, entro en el cuarto de
baño: el espejo delata mi vejez, dejándome el consuelo, sin embargo, de una
sonrisa resignada. O el aleteo de algo vivo en mis labios. No perder la
sonrisa, aun en los momentos más difíciles, es un ejercicio de gimnasia
espiritual, lírica, sacramental –unción casi– que salva. Yo me voy salvando en
la sonrisa –quizás cansada– de cada mañana. Lo he citado alguna vez: «La
sonrisa cuesta menos que la electricidad y da más luz», proverbio escocés.
Recuerdo que alguien me dijo una vez: «Aunque sea envuelta en lágrimas, no
pierdas la sonrisa». Cuando estoy a punto de llorar, o la desesperación me
acorrala, hago un esfuerzo, sonrío y desarmo a las lágrimas. Las lágrimas se
pueden enjugar y quedar en el pañuelo, no así las sonrisas que, si nacen de un
interior limpio y libre, destello en la boca, nunca cesan. Y, como la luz del
sol, siempre iluminan, aunque haya nubes. Y es que la sonrisa no está en las
cosas, sino en nosotros, y la hacemos vuelo cada vez que llega a nuestros
labios y la convertimos en mariposa y no en zángano. Con mariposas en la boca
es más fácil sonreír que maldecir, más fácil perdonar que odiar, más fácil el
amor que la indiferencia. Ser indiferente es quedarte sin nada que dar y nada
que recibir, es entrar en el mundo de la apatía, de la desidia espiritual. Es
morir de tristeza interior, la que mata la esperanza, la que sacrifica cualquier
clase de utopía en ti; es caer en la desesperación, sin una sonrisa a la que
asirte para salir de ti mismo y dar con el Dios de la bondad, de la
misericordia; el Dios que siempre, Diario, está de nuestra parte como un buen
amigo que siente y ama, y alienta (12:28:50).
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