12 de septiembre de 2020. Sábado.
¡ALUCINO!
¡ALUCINO!
-Miro mis manos y
parecen hechas de agua de grifo, tan limpias están. Casi destellan
transparencia. Si las saco a la noche, lucen como luciérnagas, como una
estrella en un charco. Y chispean. Sin embargo, no brilla con tal fulgor la
mala noticia de la eutanasia. El otro bicho que, desde el Congreso, acecha para
matar ancianos (y vidas que estorben) con todo el desgarro –impudor– de la ley. La vida se da o se
quita, según decidan unos señores –jerarcas del bien y del mal–, que votan, no
en conciencia, sino por disciplina de Partido. La vida así depende de un hilo,
de un voto. De una calderilla –el voto– mal contada, o contada a fuerza de
talonario. Si no voto –reflexiona el del escaño–, me quedo sin nómina, sin,
aproximadamente, los 3.000 euros que me embolso cada mes. Porque ¿en qué otro
sitio puedo ganar tanto por tan poco hacer? Y el diputado pone la conciencia
bajo el escaño, o la pisa con el zapato, y vota sí. O hace lo que le dicte el
Gran Hermano (George Orwell) que dirige voluntades. De este modo, se alivian
las Residencias y toma aliento el fondo de la Seguridad Social. ¿Por qué en vez
de bajar las pensiones, no bajamos el número de los que las cobran?, se
preguntan los eminentes congresistas. Así todo es pandemia, demencia. Unos se
los lleva el virus y los que se libren, el voto de sus señorías. Y el verdugo:
el médico, hecho para curar, transformado en Drácula. Creados por Dios, con
cuidado de orfebre, Diario, para que luego nos mate, incluso contra nuestra
voluntad, una votación –el otro virus, quizá– en el Congreso. ¡Alucino!
(11:25:50).