30 de agosto de 2020. Domingo.
¡VIENTO DEL NORTE!
¡VIENTO DEL NORTE!
-Y el calor se hizo
escarcha, rocío de la noche, se enfrió. Ha sido como meter el termómetro en un
congelador, aliviando su fiebre. El verano es calentura, y el invierno, tiempo
en el que se abren las escuelas y el gallo de las veletas se pone ronco y grita:
«¡Viento del norte!». Para que los niños se abriguen con una bufanda y metan
sus manos en los bolsillos. Soltando vaho, cuando hablan, como palabras
calientes. Pero todavía no hemos llegado a eso: solo que de 38 grados hemos
bajado a 29: un enorme descenso: que nos ha dejado dormir en la noche. Hoy
domingo, he oído misa en la tele, unido a los creyentes de Getafe, ellos con
mascarilla y yo con sólo la oración llenándome la boca. Ellos sellaban sus
labios; y yo los abría más para que por ellos saliera toda la oración que el
virus les cubría a los fieles de Getafe. Aunque el Señor oiga cada uno de los latidos del
corazón y todo lo que ocurre en la abadía del alma. Como el médico con el
estetoscopio, que escucha el interior del cuerpo humano y diagnostica. Ha sido
conmovedora la confesión, angustiada y rebelde, de Jeremías. Después de luchar
contra el mensaje de Dios: «No hablaré más en su nombre», dice airado; sigue: «pero
la palabra era en mis entrañas fuego ardiente; intentaba contenerla y no
podía». Como todo lo que arde; pues, tras la palabra, quedan los silencios, que
las más de las veces también son fuego, incendio, arrebato. Por lo que,
vencido, iluminado, inflamado, concluye el profeta: «Me sedujiste, Señor, y me
dejé seducir; me forzaste y me pudiste». La palabra, su fuerza, su fibra, su
brega, actuando, Diario, hasta dar con el profeta en la hermosa red del Señor, en
la que se vive con plenitud la libertad, y el amor (13:19:30).
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