18 de septiembre de 2015. Viernes.
YO, NIÑO
El espanto, en la Muralla Púnica. Cartagena. Año 2015. F: FotVi |
-Yo, niño, oí: «Levanta el puño y di: ¡Viva la República!», y yo, niño,
levanté el puño y dije: «¡Viva la República!», y, como cada mañana, rieron y me
dieron palmadas en la espalda, casi hasta abalanzarme al suelo. Reían con
dientes negros, aquellos hombres, enormes. En el rostro y en las manos, y en la
vestimenta, eran cosas de grasa; salvo en los ojos y en la boca, abiertos como
rajas, era como si excretaran grasa. Yo, niño, me dije: «Hombres de grasa», y
parecía manchar su aspecto. Habían convertido la iglesia de la Asunción, en
Molina, en un informe e inmenso taller mecánico; bajo las bóvedas y macizas
columnas, todo era un bosque de motores, y confusión de gente de ida y vuelta, y
suciedad. Y había un olor fuerte, picante, como cuando en casa mi madre lanzaba
el insecticida aquel con el vaporizador Flit. Salí de la iglesia y fui a casa, donde
mi madre hacía pan con cebada y, luego de secadas al sol, con mondas de naranja.
Este pan nos iba salvando del hambre. Mi hermana, en la cuna, jugaba con las
manos, a nada, ni siquiera jugaba a mirárselas, pues no sabía que eran sus
manos. Miraba, sin ver; o quizá viera sombras, quién sabe. Mi padre hacía la
guerra de ellos, eso fue lo que me dijo, cuando, con barba y parásitos, volvió
de allá. Triste y festivo a la vez, al verme. Casi tres años anduvo fuera,
guerreando. Llegué a casa, digo, y, puño en alto, grité: «¡Viva la República!» Mi
madre, paralizada, me miró y lloró. Mi hermana Consuelo siguió gorjeando, y
jugando a no verse las manos; o quizá, sí; enferma, nunca dijo nada. Y, sin
decir nada, murió a los dieciocho años. Ahora la veo ángel. Las guerras, Diario;
al fin, todos las lloran, salvo aquéllos que las promueven y crean el espanto (19:55:05).
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