29 de agosto de 2015. Sábado.
EL BIBLIOTECARIO
Biblioteca, y no la de Alejandría. F: FotVi |
-Se me ocurrió plantar libros, a ver si florecían. En la biblioteca. Como
viñas en un huerto cerrado. ¡Qué huerto de luces, de caminos, de dramas y
amaneceres, de arrebatos místicos y guerreros, de quijotes y sanchos, de hadas
encendidas, de rimas y odiseas, de amor! En mi huerto cerrado, Cervantes
-ejemplo- asombró a Homero, y éste a aquél, de por medio andaban Shakespeare, y
un tal Proust, con otros, como Borges o Lorca, o Claudio Rodríguez, o Adonis. (Dios
también estaba, se le intuía en la Biblia, como un silencio con rumores). Ordené
los libros, los pulí, los miré con cariño, los adulé, los liberé del polvo y de
la polilla, les di el calor dulce de mi mano, la caricia de mis ojos, me
aprendí sus pastas, rocé sus lomos, hasta lloré sobre ellos, y los amé. Percibí
que había libros malos que tal vez debiera eliminar, pero no lo hice, pues me
dije: “¿Y si con mis cuidados dieran fruto?”. El fruto de una página ave,
voladora, por lo menos. Nunca lo supe, dijo el Bibliotecario: jamás abrí un
libro, sólo los contemplé absorto, maravillándome de que existieran, sin pasar
a su interior, a su monte santo, donde la palabra -silencio ardiente- se
despereza en la lectura, se ríe, llora, se muestra cómplice, se abre, se da,
habla. Eso, Diario, dijo el Bibliotecario, perdida la vista en aquel gran
bosque inexplorado, profundo, terrible y bello (12:15:28).