12 de octubre de
2018. Viernes.
ESE
DON EXTRAÑO
Aguas bravas, en el Rin. Cataratas. Alemania. F: FotVi |
-Muy de mañana, miro al sagrario e intento hablar con Jesús: el que se esconde en esa limitación de piso de pobre: unos centímetros cuadrados y una oblea blanca, consagrada, en donde habita. (Al leer esto, alguien pondrá cara de susto, de extrañeza incrédula). Sin embargo, Él está ahí, me lo dice la fe: ese don extraño, por el que se puede ver o sentir la luz del rostro de Dios en una vida. Estamos solos él y yo, la luz del amanecer apenas traspasa la vidriera, y oigo a mis susurros rezar. Susurrando, doy gracias y pido cosas. Pido por el sufrimiento del mundo, por el llanto de las personas que sufren tanta grande adversidad: Indonesia, Haití; ahora, Sant Llorenҫ des Cardassar. Me conmueve cualquier muerte, pero más la de los niños, en la que, cuando se produce, muere la indefensión, la debilidad, la levedad, el porvenir. Y pido: «Señor, por esos niños, por esos padres, por todos los que los lloran». Y por mí, que trato de comprender y no comprendo. Pero entonces leo -hablaban de Jesús- las palabras de Isaías: «Ofrecí la espalda a los que golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos». Y sigue: «Mi Señor me ayudaba». En todo este caos: «¡El Señor me ayudaba!», dice. Bajo los ojos y quedo pensativo, mudo, sin lenguaje. O solo con el lenguaje de la fe: «Si tú lo dices, Señor, así será», digo. Pero las dudas, Diario, me vienen a la cabeza como mariposas («¿Por qué permites esto, Señor?», Benedicto XVI, en Auschwitz), y ahí revolotean, alrededor del fuego de la fe, que es la que me mantiene en ese batir de alas, esperanzado, perplejo, y expectante (10:27:49).