LAS LÁGRIMAS CURAN
Pelícano, simbolo de Cristo. Iglesia de la Natividad. Israel |
-Me conmueve la escena de Jesús, invitando a Tomás a meter el dedo en
las heridas de sus manos y la mano, en la abertura –siento escalofríos– de su costado.
Para que crea; aunque ya no será fe, sino tacto: convulsión íntima por haber
tocado un mundo de carne rota y nervios destrozados. «Si no veo en sus manos la
señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto
la mano en su costado, no lo creo», les dice a los otros discípulos que lo han visto. El
evangelista no nos dice si Tomás llegó o no a hurgar en las llagas abiertas y
aún con sabor a cruz de Jesús. Solo nos dice que dobló su soberbia, la hizo
humildad, y exclamó: «¡Señor mío y Dio mío!», y su arrogancia cayó de rodillas,
confusa, hecha llanto, lágrimas, quizá, de gozo. Hay veces que las lágrimas
curan, si se está de rodillas y no subido al podio de la vanidad, la que se
cree rica, cuando en realidad va vestida de harapos. Luego se oye esa nueva
bienaventuranza de Jesús, de la que gozamos todos los que nos dejamos seducir
por la fe. «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber
visto». Y, desde ese momento, el corazón de Dios se percibe lleno de piedad; piedad que se hace eucaristía y, en el pan y el vino, se da ágape, partido y repartido:
pan y vino, que dejan, Diario, sabor a Cristo –¡aleluya!– resucitado en la boca
(20:12:30).
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