22 de noviembre de
2018. Jueves.
CACERÍA
VERBAL
Llanto de hoja sobre el Rin. Selva Negra. Alemania. F: FotVi |
-Leer es saborear las
letras, silabear su sabor. Sin el gusto de las letras, no hay lectura posible. Hay
que morder las letras como se muerde un dátil, y retenerlas en la boca antes de
decirlas, paladeándolas. No se lee porque no se suele percibir el deleite de las
palabras, y si no has gozado de lo que cada palabra es y significa, sucede lo
que ocurrió ayer en el Congreso, que un señor llamado «serrín y estiércol»
(Borrell, ¡uf!), es decir, Rufián (¡uf!), llamó a este «fascista y racista», señalándolo
con el dedo hecho erizos y el rostro aparentemente airado. Y digo aparentemente,
porque en el Congreso casi todo es teatro, impostura, ficción. Como no leen, ni
se recrean en las palabras que piensan, sino que las dicen a borbotones sucios,
se oye lo que se oye en ese lugar llamado Congreso. Lo llaman templo de la
soberanía nacional, cuando podría muy bien llamarse choza de la indignidad
nacional: por lo que allí se dice y se oye, por la imagen que se da de cacería
(todavía) verbal del adversario. Aún se dispara solo con palabras. Con palabras
que son feroces, despiadadas; pero (todavía) con el soplo, el espíritu del que
están formadas. Dices la palabra y en un instante se hace palabra que ofende o
que alaga, pero sin dejar su frágil atuendo de palabra. Hiere pero no mata. Lo malo es cuando con
la palabra se desenfunda un arma de fuego, entonces, Diario, deja de ser soplo
y se hace cápsula que mata. Así ocurrió en los años treinta: primero fueron las
palabras y luego los tiros del hermano contra el hermano, sin piedad, con odios
de hermano, los más letales y tóxicos, los más inexplicables y pavorosos (18:53:18).