3 de octubre de 2020. Sábado.
SOLEDAD ACOMPAÑADA
SOLEDAD ACOMPAÑADA
-Ayer, un cielo pesado, terroso,
gris, y hoy, un cielo de resurrección, azul y florecido, generoso. Una buena
señal: vuelan en racimos las palomas. Sus vuelos dan en mis ojos y los llenan
de alegría, los liberan; mis ojos vuelan con sus vuelos: se mantienen en el aire, en
la esperanza. Y zurean. Por fin ha llegado el otoño: me veo bien vestido, con
bata y calcetines, y el calor me resulta grato, no molesta. En casa, sin
mascarilla, pero con batín: te obliga la vejez y el fresquito, ambos de la mano.
El frío y la vejez, y la soledad: los tres demontres –o ángeles rebelados– que
afligen al que se adentra en años. De los tres, el que más duele, el que más se
llora, es el de la soledad, por inesperado, por inhumano, porque te creías
amado y descubres la verdad: nadie te ama. La soledad es el resultado del
egoísmo y de la falta de complicidad de uno en los asuntos del otro. Si
partimos el pan y alargamos la mano y lo damos al otro, estoy poniendo encima
de la mesa, con el pan y las miradas, mi inclinación por la amistad, por la vecindad,
aptitudes estas rotas por las distancias y los aislamientos que ha favorecido la
pandemia. Pero como decía el gran poeta romántico Bécquer: «La soledad es muy
hermosa…, cuando se tiene a alguien a quien decírselo». Es la soledad
acompañada –la soledad con Dios–, con la que respira y cuenta el creyente.
Soledad, Diario, en la que puedes reclinar la cabeza y descansar, como el niño
en el regazo de su madre, y llorar con ella, y reír, y soñar, sin miedos, con ella (11:48:52).