22 de diciembre de 2020. Martes.
LOTERÍA
LOTERÍA
-Hubo un tiempo en el que cuando decía lotería se
me llenaba la cabeza de pájaros, de nubes de algodón. Todo era volatería,
huidizo. Pero lo que en el pensamiento era aventura, más tarde, entre mis
manos, se convertía en realidad sombría, amarga. El humo de los sueños sólo se
hacía certeza en el fuego del hogar: extendía las manos y me las calentaba. Esto
era lo real: el frío, y el calor del fuego. Con la necesidad de tener que ir
por leña para alimentar el fuego y que así no languideciera su arrebato, que
mantuviera su éxtasis. En días de frío, el fuego, con el pan que cada día le
pedimos a Dios, son la tabla de salvación a la que se agarra la pobreza para poder
seguir soñando y esculpiendo días felices –días de amistad y risas, de «vino y
rosas»– en la vida. La vida, a veces, se viste tristeza, de lágrima
infinita, como si un enjambre de avispas la acosara. Y se nos desvanece la
ilusión, cae el castillo de naipes de nuestros sueños, se quiebra el hilo de
tela de araña de nuestra felicidad. Entonces la felicidad se hunde en un tarro de
desilusión, revuelta en amargura. Mi madre decía: «No me cae la lotería, pero doy gracias a Dios porque me sigue dando la vida, y, con la vida, el poder trabajar». Dios y el
trabajo, y una palabra de acción de gracias siempre en su boca. Sin estudios,
era sabia mi madre. Tenía la sabiduría casi sagrada de casi todas las madres. Dios
me bendijo con una madre así: fue la más cuantiosa lotería de toda mi vida. Por
Navidad, Diario, siempre pienso en ella; es parte importante del Belén que yo hacía (y sigo haciendo) en mi interior: con José, con María, con el Niño Dios, y mi
madre, como la limpiadora de la cueva de Belén, y sonriendo. Siempre (17:32:03).