9 de diciembre de 2020. Miércoles.
ANULADO EL BOATO
-Peregrinar es aventurarse, dar pasos hacia la
estrella polar, hasta llegar a ella y tocar su luz. Rociarse de su luz, como
una bendición. «Cielos, destilad el rocío. Nubes, derramad al Justo», urgía
Isaías. Ayer el Papa Francisco, a las siete de la mañana, con mascarilla y el
paso inclinado –vacilante– de anciano, peregrinó, de improviso, hacia la Plaza
de España, en Roma. De improviso, como suceden las cosas grandes: de improviso
se presentó el Ángel ante María, de improviso fue llamado Samuel en la noche de
su vocación, de improviso resucitó el Señor. No había público, se evitó la multitud
–el respeto al coronavirus–, solo estaban los bomberos que, como cada año,
colocaban una corona de flores en el brazo de la imagen de María, como signo de
amor y veneración del pueblo romano a la Inmaculada Concepción. Es decir, el
Papa Francisco, anuló el boato, arrumbó toda parafernalia, y se presentó, en su
pequeño coche utilitario y defendiéndose de la lluvia con un paraguas negro, en
el lugar de la devoción, en el lugar de la comunión con María y con el Fruto de
su vientre, Jesús. Un par de ramos de rosas blancas dejó el Papa a los pies del
monumento, como si hubiera florecido allí la pureza, la doncellez, la ternura
más maternal. Como si las nubes hubieran derramado allí al Justo. Y rezó: para
que la madre de Jesús «dé consuelo y alivio a las grandes tribulaciones humanas
y sociales que amenazan al mundo moderno». Dicen que dijo. Con humildad,
Diario, lo dijo, como el que eleva los ojos a la madre y le pide: «¡Madre,
quiéreme!» Y queda aguardando: en adviento de gracia, de abundancia de lo divino, que espera (12:14:18).
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