19 de julio de 2021. Domingo.
ROCA INTERMINABLE
ROCA INTERMINABLE
-Ayer, junto al mar, componía estos versos: «Sin ternura, no existe la
justicia; / la justicia es el himno del amor». Sentí que el mar escribía
conmigo. En mi derredor, sonaba el romperse de las olas en el acantilado. Al
romperse, se multiplicaban, como cuando partes el pan. Sólo quedaba la espuma, ululante,
sobre el agua herida, como ojos que –bucólicos– miran todo. Me acompañaba mi
sobrina Paqui, en Torre de la Horadada. Cada vez que contemplo el mar, la
emoción me da en los ojos en forma de asombro. Me ocurre lo que a aquel niño
del que cuenta Eduardo Galeano, en su Libro
de los Abrazos, que, al ver el mar por vez primera: «temblando,
tartamudeando, pidió a su padre: “¡Ayúdame a mirar!”». El mar aturde por su inmensidad,
sin fronteras, su exceso. Pero también por su menudencia: por las infinitas,
incontables gotas de agua que lo conforman. Me conmueve más la gota de agua –minúscula,
miniatura, instante de luz fluyendo–, que lo llena, que su inmensidad desplegada,
torrencial, extensa. «Lo que sabemos es la gota de agua; lo que ignoramos es el
océano», dejó dicho Isaac Newton, físico, matemático y teólogo. La gota de agua
es alegoría de la vida, que se va haciendo instante a instante, gota a gota, hasta
llenar el océano final de su existencia. Como diría alguien, estamos cautivos
de una gota de agua. Sin esa gota de agua, Diario, seríamos un desierto en pavorosa
penumbra, partículas de arena en vez de gotas de océano, una roca interminable,
sin la tilde del conocimiento que hace florecer el páramo, el ser humano, y dar
–a veces– con los Silencios de Dios, que –según los místicos– se escuchan sólo en
el otro silencio, siempre orante, de la contemplación (13:11:57).
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