19 de septiembre de 2014. Viernes.
RUIDOS
CONFUSOS
Ruido blanco, en el jardín. F: FotVi |
-Y fue como oír colocar el empedrado en una calle. Ruidos confusos, pero
insistentes, como los de Cortázar en su relato Casa tomada. Ruidos que empezaron en la boca y acabaron
instalándose en el cerebro; allí golpeaba todo y, a causa de estos golpes, todo
huía, también los pensamientos. Tanto que parecían haberse replegado al fondo
del cerebro, donde los olvidos y las pesadillas, y el miedo. Yo, tendido, y con
la boca abierta, sólo adivinaba a ver una mano armada de instrumentos relucientes
que maniobraba en la boca, un confuso dialogar de monosílabos y palabras
sueltas (había cuatro personas conmigo en el quirófano), y un aspirador de
líquidos (saliva, sangre, agua, supongo) que sostenía una chica de azul. Chica, que no era precisamente mi ángel azul.
Yo veía cabezas con mascarilla y la luz cenital y blanca, amortiguada, de una
lámpara circular en lo alto. Cerraba los ojos y oía más los ruidos que venían
de la boca y se movían en la cabeza. Y volvía a abrirlos y ver la luz y las
manos y rostros con mascarilla que se abalanzaban sobre mí. Y me refugiaba
entonces en mis pensamientos, que pululaban al final del cerebro, y en estos
pensamientos estaban Dios, la pregunta de cómo y si saldría de ésta, si fuera más
largo no cabría en esta tumbona, la familia, amigos, los últimos versos escritos:
«Cayendo tiempo abajo, / hasta hacerse inmortalidad, / o tierra nueva en la
palabra eterna», cosas así, cosas del espíritu y del día a día, y el ay que me
llegaba a los labios y no soltaba, me contenía, todo lo que se piensa en el
dolor y un poco antes de la muerte. Pensaba todo, pero hecho cosa, es decir, de
un modo intrascendente, para derivar los ruidos en la cabeza y que no me
deslumbrara la luz cenital de la lámpara. Hasta que todo terminó, y a pesar de
cinco implantes o clavos hundidos en las encías, felizmente. Me llevó y me
devolvió a casa un amigo, Luis, y me dispuse a comer purés (de Iván y Carmen) y
yogures, que pasan por el gollete, como el sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo.
Ayer, Diario, fue un día duro para mí, pero esclarecedor: aprendí a valorar, en
mí, el dolor de los otros, sobre todo el dolor de la inocencia, el de los niños,
por el que pido a Dios cada día (20:06:38).