DIOS HABITA EN MI BOCA
-Si digo pobre, meditándolo, en una reflexión sincera, notaré que Dios habita en mi boca, como si lo masticara, como si lo comiera eucaristía. Como he dicho en otras ocasiones, Dios ama al pobre, no a la pobreza. Dios no solo amó al pobre, sino que vivió pobre: «El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza», confesó; si acaso, en una roca en el olivar de Getsemaní o en alguna pequeña duna junto al mar de Genesaret. En la noche, la luna era su compañía, y el clamor de las olas, el lenguaje de su soledad. «Cuando Jesús hubo tomado el vinagre, dijo: “Consumado es”, y habiendo recostado la cabeza, entregó el espíritu». Inclinó la cabeza donde se unían los dos maderos de la cruz, extendidos los abrazos para abrazar y los pies sin tocar el suelo, sosteniendo, sin embargo, todo el amor de su sufrimiento. Jesús había encontrado el sitio apto para reclinar la cabeza, la cruz; y en ella, se durmió: entregó su espíritu. Yo diría: «Entregó su amor», al Padre y a la humanidad. Él que venía del Padre, se daba a él en la plegaria de sus palabras, y a la humanidad, en el caudal de su sangre. Palabra y sangre: eucaristía, amor sacrificado, pan roto para darse en comunión. En la actualidad, Diario, la cruz de Cristo es la pobreza, donde descansan su cabeza y sus sentimientos más íntimos. Como dice San Juan de la cruz: «Cristo acepta la pobreza de mi condición humana, para que yo pueda conseguir las riquezas de su divinidad» (8:20:03).