28 de febrero de 2021. Domingo.
ABRO LA BIBLIA
ABRO LA BIBLIA
-Abro la Biblia –su luz me da en los ojos– y contemplo absorto que la
Biblia está leyendo en mi interior. La Biblia no es solo un libro de leer, sino
un libro de meditar. De dejar que te invada, que te escudriñe, que te lea. En
la Biblia Dios hace el relato de lo que es y lo que siente. Es por eso que la
Biblia entra dentro de ti y mueve, agita tu conciencia. En la antífona de
entrada a la misa de este domingo, clamamos: «Oigo en mi corazón: “¡Buscad mi
rostro!”». Nos lo pide el libro santo, en el que Dios se explaya, se dice, se
insinúa. Y nos lo pide con autoridad de Padre y sencillez de mendigo. Dios pone
en nosotros su mirada y alarga la mano. Como el agua de manantial que corre y
canta mientras bebemos, inclinándonos. Y se nos da tanto, que, al beber, lo que
no bebemos se nos cae por entre los dedos, para que otros lo beban. Nos
desborda. ¡Hay tanta sed en el mundo! Buscar el rostro de Dios es buscar su
presencia; que hallamos en Jesús. «Quien me ve a mí, ve al Padre», dijo Jesús. Si
Jesús tocaba al leproso, era el Padre el que tocaba; y si Jesús hacía barro con
saliva y la ponía en los ojos del ciego, era el Padre el que se abajaba a tocar
la tierra y la convertía en milagro –palpitación, destello–en los párpados del
ciego. Jesús es el rostro visible del Dios invisible. Cuando Dios dice en la
cruz: «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!», está dando el grito de
la humanidad huérfana que llama al Padre, y que llora en las heridas de Jesucristo
su soledad y su agonía. Jesucristo, Diario, es el rostro del Padre, que se
acerca al ser humano para que aprenda a decir «¡Abba», «¡Padre!», en el
lenguaje de amor y luz que infunde el Espíritu de Dios, la otra visión íntima y
afable del rostro del Padre (17:47:33).
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