28 de agosto de 2022. Domingo.
42 AÑOS DESPUÉS
-Ayer celebramos una fiesta doméstica y conyugal. La fiesta de unos esposos, María y Antonio, que, 42 años después, se siguen dándose sin pereza a sus hijos, y regalándoles –como les regalaron la vida– la belleza y el descanso de la alegría, con el acontecimiento de verse, en casos como éste, todos juntos. O el acorde vivo y emocionado, deslumbrador, de la familia. Hubo música y niños que jugaban, y hasta un vientecillo benévolo que se unió al prólogo en el exterior del salón, donde iba a ser la comida. El amor que se dan los cónyuges es un amor humilde, celebrativo, coloquial, que perdona y siempre da; es un amor de cruz –hasta de sepulcro, a veces–, pero que al fin lleva a la resurrección. En los desposados, la cruz se vive cada día, y la resurrección, cada vez que piensas y ves lo que has dado y lo que recibes, como ayer. Das mucho, poco a poco, como las aves a sus crías en el nido, pero recibes tanto como has dado, o más, con la gran sinfonía del vuelo de los tuyos en el trajín de la vida. Los ves volar y te dices: «Ese vuelo lo he inventado yo», y te parece volar en las alas de ese vuelo filial. Como dice una escritora norteamericana: «Para tener un buen matrimonio, hay que enamorase muchas veces, pero siempre de la misma persona.» (Mignon McLaughilin). Ayer, contemplando la celebración de María y Antonio, volví a mi juventud, donde todo es porvenir y belleza, y proyectos insólitos, maravillosos, que luego pasan a ser recuerdos, también insólitos, y maravillosos. Vivo, Diario, mi segunda juventud (12:52:13).