9 de agosto de 2022. Martes.
MATAR EL TIEMPO
MATAR EL TIEMPO
-Si me asusta el
mes de agosto es porque nadie está donde debiera: sólo el loco y el médico de
guardia están en sus sitios. Bueno, decir que alguien más queda por ahí en
activo, pero menos: el policía, el cura, el controlador aéreo −si no huelguea
salvajemente−, el que recoge la basura, los tenistas, etc. Veranear es no hacer
nada, o en todo caso cervecear y
matar el tiempo, sin daga, pero vestido con bermudas y blusa de pececillos y
flores, haciendo así que la muerte del tiempo sea más rápida, y –perdón– más estúpida.
La estupidez de matar el tiempo –que es perderlo– es propio del tiempo sin
tiempo, y con sol, del verano; en el tiempo de verano, yo no quiero estar en el
tiempo muerto y perdido, sino en el otro con algo que hacer, como el mismo
hecho de vivir, y con lecturas, que hacen como que alargan el tiempo que pasa
al dilatarse el final de aquello que se lee. Mientras se dilata el final de la
lectura, el tiempo se para, como en tiempos de Josué el sol y la luna, sol que
no se apresuró a ponerse casi un día entero (Jos 10,13). Dios, deteniendo el
tiempo, lo alarga; el hombre, por el contrario, perdiéndolo (ociosamente), lo
acelera. Sólo que con un libro, el tiempo es más lento que el sol del verano y,
leyéndolo, se eternizan venturosamente los minutos; cada minuto con un libro en
la mano, en verano, es casi dos minutos y un cuarto más de vida y de goce
interior, y de viento de estrellas para la mente. Los libros reviven galaxias
en la mente del hombre, como Charles Chaplin –en blanco y negro– sentimentalidad
y sonrisas en una sala de cine. Me gustaría, Diario, al igual que el emperador
Julio César, desembarcar en una isla, Capri, con un libro, De bello galico, para leer, en el que César comenta la guerra de
las Galias, donde Astérix y Obélix luchaban –siempre dopados– para vencer a los
fornidos soldados romanos, admirables gladiadores, a los que alguna vez vencían,
entre risas, y humos de pócimas (12:16:14).
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