1 de octubre de
2020. Jueves.
INOCENCIA
-Hablo de la inocencia
inteligente, la de los altos vuelos, tan altos, que, aun con los pies en la
tierra, llega a tocar los cielos. De la inocencia que lleva el cielo dentro, como
la semilla lleva en su interior el árbol y el fruto, y las ramas donde anidan
las aves y desliza sus músicas el viento. De la inocencia que respira cielo, y
se le nota, aun sin decirlo; cielo en la mirada, en las manos, en las palabras,
y en los silencios que dejan las palabras tras ser dichas: como el cometa deja
su estela de luz, que reluce en la noche. Hablo de Teresa del Niño Jesús, sabia
y niña, y santa. Con un afán confesado: serlo todo en la iglesia: apóstol,
profeta, doctor, mártir. Hasta que leyó a San Pablo (1ª Corintios) y supo que
«el ojo no puede ser al mismo tiempo mano», ni la luz oscuridad, ni el ruido
contemplación. Pero esto, dice, no era suficiente «para satisfacer mis deseos y
darme la paz». Siguió leyendo y descubrió «que los mayores dones sin la caridad
no son nada». «Y en la caridad descubrí –dice– el quicio de mi vocación».
«Reconocí y me convencí que el amor encierra en sí todas las vocaciones, que el
amor lo es todo». Santa Teresa de Lixieux, la niña –falleció a los 24 años– que
quiso ser mártir y lo fue –murió de tuberculosis–, pero palpando, desde el amor,
el misterio de Dios, en el que hace su vida –de Amor– Dios (11:39:08).