17 de octubre de 2020. Sábado.
PAZ DE TÓRTOLA
PAZ DE TÓRTOLA
-Amo la luz, porque me deja ver las sombras. La luz
sin sombras sería un mundo sin relieve, un cine mudo sin las hermosas y
desternillantes gansadas de Charlot. Como el humo dice dónde hay fuego, las
sombras señalan de dónde viene la luz. No es lo mismo oscuridad que sombra: la
sombra la crea la luz, la oscuridad, el abismo, el caos, babel. Pero la
oscuridad, nos dicen, también es luz; luz que no se ve; luz, que, entre la infinidad
de la escala de lo negro, adivinamos. Sin luz no habría pinceles que pintaran
las sombras, como Caravaggio o Velázquez. Cuando Dios dijo «Hágase la luz»,
creó también las sombras, y con éstas, el claroscuro; creó la captura del
instante, que detiene y analiza el tiempo; es decir, creó la pintura. La
pintura es la caza del momento, para exhibirlo como eterno deleite, como contemplación feliz sin final. Leo El Cristo de Velázquez,
de Miguel de Unamuno, y, al tiempo, contemplo la pintura. Unamuno dice, pone la
palabra, el cuadro manifiesta, revela, abre expectativas, da color a la
palabra. Nos muestra «al Hombre que murió por redimirnos / de la muerte
fatídica del hombre», dice Unamuno. Ahí está, el Hombre (mayúscula), la Luz, y
el hombre (minúscula), el de las negras «honduras». En el poema Se consumó, continúa el poeta: «”¡Se
consumó”! gritaste con rugido […] “¡Se consumó”! ¡Por fin, murió la Muerte!».
Amo la vida, Diario, la luz, porque me deja –con paz de tórtola–, ver las
sombras, la histeria del tránsito –la muerte–, sin terrores. Y en la que espero hallar –tocar–,
la Luz sin ocaso, sin sombras, sin reptiles oscuros ni laberintos: la Luz de
Dios (12:10:34).