7 de octubre de 2020. Miércoles.
EL ROSARIO Y MI MADRE
EL ROSARIO Y MI MADRE
-Tocar el Rosario de mi madre es como palpar una
valiosa reliquia: o acercarme, con veneración, a la santidad. Tocarlo, todavía
me sacude, me incita al bien, me eriza. Es la santidad doméstica, la de casa, la
más blanca y cercana, la que se va haciendo con las risas y las lágrimas del
día a día. La santidad que se ve en los ojos, en las manos, en los pasos, santidad que
brota, sin artificio, del corazón. La que nace de la cotidianidad, de lo usual:
de la espuma del jabón, del beso o el benevolente azote al hijo, de la patata
cortada y echada al guiso, de la equivocación, del acierto. Es el éxtasis de lo
hermosamente vulgar y celeste, de lo que queda en el interior del corazón y que
solo sabían Dios –como un bello secreto– y Francisca, madre y esposa, y orante.
Nena la llamaban los suyos: seguramente porque era de cuerpo frágil, pequeño,
con la nerviosidad de un ángel, de risa y sufrimiento callados, y un corazón de
amplios paisajes, sin iras y mucho amor. Cierto día, alguien le preguntó: «¿Cuántos
rosarios reza al día, Francisca?» «Seis y lo suelto», contestó, como si echara avemarías
aladas por la boca. Hoy, fiesta de la Virgen del Rosario, quiero hacer –con las
cuentas de su rosario, envejecido y vivo, y que mi madre movía entres sus dedos
con envites divinos, como versos de luz– un himno. Himno en el que cada «avenaría»,
Diario, sea –con los nudillos de la oración más serena, más íntima, menos
pontifical, «avemaría» va y «avemaría» viene–, una llamada en la puerta del corazón
de Dios, en el que habita su Reino; Reino –dijo Él– de justicia, de verdad, de
gracia, de amor, de Vida: el de la Fraternidad más irradiante, más libre, más
racional, y equitativa (11:38:44).
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