13 de octubre de 2020. Martes.
NADAL
NADAL
-La vida con mi madre, fue como abrir un libro de
sabiduría y llenarte de esplendor. Con una sencillez asombrosa, todo lo
convertía en oración. En trascendencia. Hasta el deporte. Lo digo por lo de
Nadal. Ese acontecimiento de trabajo y de ciencia, de elevación, de fuerza
mental, de competitividad. «Mirada y desafío”, lo describe un tenista amigo
suyo. Como debiera ser todo en la vida: primero mirar –otear, indagar,
discernir– y luego desafiar, pero sin herir, con la grandeza del bosque que
crece, pero sabiendo que ha de morir. Ganar –hacerse árbol, rumor de hoja,
fruto– y perder –morir, irse–, y todo hecho con dignidad, con la hermosa
modestia del ganador, del que anda por las nubes sin desplomarse, pero sabiendo
que puede caer y diluirse en el fracaso. Mi madre era del Madrid, de Pau Gasol,
de Nadal (Navidad). No tenía mal ojo para elegir. Un día que perdió Nadal,
dijo: «No me ha escuchado San Antonio», y bajó la cabeza, sin enojo, con la
sencillez de quien vive de la fe, y no le cansan las noches oscuras, aunque las
vea llenas de murciélagos, animal este hecho de triángulos feos. Perturbadores.
Contemplo a los políticos y a Nadal, sus vidas, sus líneas de conducta y me
quedo con el deportista que llora ante el himno y la bandera de España. Lágrimas
de paisaje limpio, de días colmados, que irradian calma, esperanza. En el día
de España, otros ríen o se visten de morado. Ridículos. Y el señor de las mil caras, los
mira complaciente. El libro de sabiduría que era mi madre, Diario, siempre me señaló
bellos caminos, por los que yo hube de transitar, siguiendo su huella inefable,
llena de pisadas relucientes. O como decía Machado: el camino que ella fue
haciendo al andar (11:04:14)
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