26 de diciembre de 2020. Sábado.
SE LLAMABA ESTEBAN
SE LLAMABA ESTEBAN
-Hubo un hombre que, antes de morir, vio los cielos
abiertos, y a Jesús sentado a la derecha del Padre. Luego vinieron las piedras,
el odio, la lapidación. Es lo que ocurre cuando la religión se hace ideología, patíbulo,
venganza. Piedra que se arroja contra el otro. Sin embargo, las piedras, que no
tienen corazón, debieron sentir dolor por verse arrojadas sobre aquel cuerpo
inocente, que miraba al cielo y lo abría, como se abre el libro de la vida. Se
llamaba Esteban –significado: corona, halo– y era diácono de la iglesia
primitiva: el que repartía el pan y la caridad a los pobres, el que evangelizaba
con las obras de sus manos y decía palabras que herían al que, con soberbia, ostentaba
el poder. «Vosotros –se dirigía a los tipos engolados del Sanedrín de Israel–
siempre habéis resistido al Espíritu Santo». El Espíritu, el que alienta a la
arcilla, al barro, para que sea boca que habla y corazón que ama. El que ayuda
a decir «Ven», para luego llegar Él mismo –al corazón de quien así clama– con
todo el acontecimiento de la Trinidad en la que vive como lazo de unión de la
vida familiar, íntima, esencial, de Dios, e instalarse en él. Él, que es el Amor que enlaza, que agavilla y hace Una a la
divinidad. Dios es uno por el Amor. San Esteban denuncia a los personajes del
Sanedrín de haberse resistido al influjo del Espíritu; como sus padres, que
dieron muerte a los profetas. Dice el texto de los Hechos de los Apóstoles que
Esteban estaba «lleno de fe y del Espíritu Santo», y por la fuerza del Espíritu,
Diario, perdonó a los que le lapidaban, como Jesús en la cruz, y ensangrentado
su cuerpo y liberada su alma, marchó al cielo, donde lo esperaban Dios, el Amor,
y la gloria de sus ángeles (12:02:08)
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