30 de octubre de 2020. Viernes.
EL TERREMOTO
EL TERREMOTO
-El
día me invita a reír, a celebrar la luz, a poner palabras claras y no negras en
lo que escribo, a dejar que mi alma grite y diga: «¡Gracias!». Gracias por este
día, por el polvo de oro que el sol nos regala, por el silencio de las
cosas que oigo. En el árbol, en el vuelo de las aves, en la rosa, en los
tejados sin techo y hojas de periódico con que se protege y tapa el pobre, en
sus sandalias de pie descalzo, en la moneda que pide y que le echan sin mirarle
(o mirándole), en todo lo que no se ve porque quizá nos avergüenza verlo, en
todo luce hoy un sol que parece hecho de miel silvestre, de caridad infinita,
sin discriminación, global. Pero todo este mundo feliz de Aldous Huxley, lleno
de excitación poética, se derrumba cuando miro en mi derredor, y contemplo el
caos en el que como larvas en un charco palúdico, insano, nos movemos. Y pongo
mis miedos por escrito. Cada vez la pandemia anda más desbocada, sin bridas, sin
freno. Y: «No hay nadie al volante» que nos guíe. 17 conductores –con buena
voluntad quizá– que conducen un autobús cargado de gente desorientada, y que
teme despeñarse por el precipicio. Y no sé con qué quedarme, si con los versos
tristes e inquietantes del poeta Pedro Mairal: «Cambio sistema solar / por dos
palabras ciertas / que consigan decir toda mi sombra»; o estas otras, de otro
poeta, el salmista, y con el que he rezado esta mañana: «En el terremoto,
Señor, acuérdate de la misericordia». ¿Tú qué crees, Diario, tú que conoces mis
años? Has acertado: elijo la plegaria confiada del salmista. Siempre he creído
que es más saludable rezar, esperando a Dios, que, como dice también el salmo,
«fiarte de los hombres», aunque se trate de jefes, interesados y extraños, y más, si su boca es un nido de mentiras (12:29:25).
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