26 de enero de 2021. Martes.
EL ESPEJO
EL ESPEJO
-Me miro en el espejo y él me mira a mí, solo que yo lo hago
bondadosamente y él lo hace, ¡malhaya!, con ira y burla mal contenidas. Denuncia
mi vejez; pero no lo que pienso y amo. Es la suya, una mirada aproximada,
turbia. El espejo es ese cristal, embadurnado de azogue por la parte posterior,
que siempre enmarca la verdad, la verdad del exterior. Dice los colores,
anuncia las arrugas, y señala, sin recatos, el paso del tiempo. Pero el espejo,
como la vida, necesita luz. La luz de la
fe. Sin luz el espejo es fría roca, cauce de río sin agua, que ni posee ni
refleja la vida auténtica, la vida del alma. Tiene la crudeza y el espanto, y
la insinceridad, de un ojo vacío, seco.
Dice San Pablo que a Dios, aquí en la tierra, le vemos como a través de un espejo,
veladamente, solo en apariencia. Ocurre como con el pulso, que no deja ver el
corazón pero lo delata. El médico, por los latidos, llega a la vida íntima del
corazón. A Dios le podemos hallar, encubierto, en el latido humilde y, a veces
airado, de las cosas. En la florecilla del campo y en el estridencia del mar,
en el árbol y su raíz con la posterior melodía del fruto, en la mano del
artista que esculpe o pinta la belleza o la carnosidad de lo innoble, en el beso
de la madre, en la rara y estremecida caricia del padre, en el bocado de pan, en la mano
que da y la mano que pide, en las palabras que bendicen y en las que hacen la
consagración. En todo esto, como en un espejo, Dios permite que le vislumbremos.
Pero hay que disponer, Diario, de la vigorosa y enérgica humildad de la fe, que
es el espejo más fiable para intuir a Dios, y, desde la noche de su presencia, recibirlo
y amarlo, y celebrarlo (11:17:57).
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