13 de noviembre de 2020. Viernes.
UVAS VERDES
UVAS VERDES
-Con la parsimonia con que comemos las uvas en la
noche vieja, la delicadeza con que cogemos cada uno de los granos y lo ponemos
en la boca, tocándolo con la lengua, gustando su dulzor, su vino escondido, estoy
yo contando, uno a uno, los meses que llevamos confinados, enfrentados al
coronavirus, esta bestia funesta que no cesa de atacarnos. Los como, pero al
revés. No los gusto, los detesto, los escupo. Sin ira, pero con la sensación de
haber perdido ocho meses y medio de abrazos, de abuelos, de niños en el parque,
en las escuelas, en la ternura. El mundo se ha tornado más hosco, más
desabrido. Ocho meses y medio masticando uvas verdes, agraces, con sabor a gel
alcoholizado, a cadenas invisibles pero tenaces, corrosivas, que hieren. Y
matan. Mas en estas circunstancias adversas, crueles, de pronto recuerdo una
frase del Papa Francisco ante el nerviosismo de una madre que asistía a misa
con su bebé, que empezó a llorar, en los brazos. La madre no sabía qué hacer con él:
lo mecía, le ponía una y otra vez la chupeta en la boca, que el bebé –liberticida
él– escupía. Hasta que el Papa se dio cuenta y, con gesto sereno, dijo: «Un
niño que llora en la iglesia, es una bella homilía», y sonrió. Y sonrió la
gente, y se durmió el niño. Llegó la paz. También me ha venido a la memoria la
frase atribuida a San Ignacio de Loyola: «En tiempos de tribulación, no hacer
mudanza». Me quedo, pues, Diario, pasando días, mordiendo meses –uvas verdes–, subiendo
plegarias al cielo, hasta que escampe y vuelva a brillar el sol de la libertad,
del abrazo libre, con Dios, samaritano amable, a nuestro lado (12:50:36).
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