29 de noviembre de 2020. Domingo.
¡VELAD!
¡VELAD!
-En este correr del tiempo, de la liturgia sin
pausa, aunque reflexiva, hemos llegado al domingo del «¡Ven, Señor!»; al tiempo
del apremio, a la época de la esperanza que nos irá llevando a tocar la fe: a
palpar al Señor, que llega y salva. «¡Ven, Señor!», decimos, y la expectación nos
brota en los labios, también en los latidos insistentes, obstinados, del corazón.
En este primer domingo de adviento, se oye al profeta Isaías decir: «¡Ojalá
rasgases el cielo y bajases!» «Rasgar el cielo» con la afilada cuchilla de la
fe, y que se haga presente el Señor en la esperanza del ser humano. Que lo
libre de sus «impurezas», de sus perversiones, de sus pánicos. Si se desvanece la esperanza, la fe
flaquea. Se hace cáscara de almendra sin nada
dentro. Terrible vacío. La esperanza es como la arena entre las manos, si no
las sellas bien, si no la alimentas de profecía, se te escapa por entre los
resquicios. La esperanza es más fe en la fe, es la fe alargada hasta dar con el
porvenir, donde habla y habita la profecía realizada; es decir, el Belén latiendo, tañendo
amor. La pobreza y la humildad –el Pesebre– son el trono donde el Amor se da
al que, sin recelo, se acerca a él. Y se arrodilla allí, como el que va a beber agua
en el manantial de la Vida. Pero, en este domingo del «¡Ven, Señor!», también
se nos advierte: «Mirad, vigilad; pues no sabéis cuándo es el momento». Y el
evangelista Marcos, Diario, concluye: «Lo digo a todos: ¡velad!» (13:11:18).
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