domingo, 1 de noviembre de 2020

1 de noviembre de 2020. Domingo.
LA FRUTA DE UNA SONRISA

La santidad sencilla, sin altar: Niña india haciendo ladrillos. F: Prensa

-Me santiguo y noto al sol dándome en la mano, para santiguarse conmigo. Nos santiguamos y lo hacemos sobre el mundo, llenándolo de santidad, de felicidad extraña: la felicidad de las bienaventuranzas. Bendecir es llevar a Dios en la mano, repartiéndolo, como el que da un trozo de pan al hambriento o la fruta de una sonrisa al triste. Día de todos los santos: día solemne de sol, de santidad extendida, íntima, urbana: la santidad de la pequeñez, de la coma en un escrito, de la gota de agua que se ofrece al que tiene sed. Es el día de todos los santos en racimo, en gavilla, que alaban y dan gracias a Dios. Son los que vio San Juan en aquella «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar»: la santidad que baja del altar a la calle, la subida al andamio, la que, en la noche, limpia la ciudad, la de quien, en un hospital, da la mano al que muere porque no ha podido hacerlo el ser querido que aliviaría su partida. La santidad del que grita, del que reza y espera, del que ama. Es la fiesta en la que celebramos la hermosa y creativa pandemia del amor, la que, en vez de destruirnos, nos recrea, nos hace cosa nueva, y, en un mundo tan brusco y áspero, imagen festiva de Dios. El día de todos los santos nos trae ráfagas de Dios, que dan en lo más sencillo del mundo –la vida del desvalido–, y lo eleva a la categoría de santo, sin altar, quizá, pero junto a la ternura de Dios. El gran altar del Amor. Y es que, Diario, como dice San Agustín: «Aquellos que nos han dejado, no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas» (18:06:00).

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