4 de noviembre de 2020. Miércoles.
OLER LA LLUVIA
OLER LA LLUVIA
-Hoy, las nubes nos cubren (bellamente) y amenazan
lluvia. Bendita amenaza, que diría el monje hortelano, bajo el paraguas de su
capucha y el rezo del rosario en los labios. La lluvia le da alas a la tierra y
la prepara para soltar sus pájaros –tan verdes– en primavera. Sus verdes aleluyas
primaverales. Me gusta el invierno, es recogido y entrañable, como un solo de
violonchelo en un concierto de Vivaldi. Con la lluvia, el cielo se hace tierra y
la tierra toca el cielo. Me gusta oler la lluvia; huele a monte y a cedro
centenario, a río, a aljibe, a la antigua tinaja de casa. Otra clase de lluvia
es la oración, que, en la boca, se hace abundancia, raudal que moja el amor de
Dios. Ablandándolo, haciéndolo regocijo asequible, trago suculento. Ayer
hablaba de soledad. Ese vivir sin sonidos humanos, sin latidos que se entrecrucen
y digan: «¡Hola»; o: «Te necesito»; o: «Deja que te eche una mano». Me gusta la
soledad que yo elijo, no la que me imponen, encadenándome a ella. No me gusta
la soledad que me imponen políticos incultos e insolentes. No quiero ser
esclavo de nada: tampoco de la soledad que yo no he buscado. Mi soledad, la que yo busco, se nutre de silencios, en los que de vez en vez se deja oír Dios, si lo llamo. La soledad, Dios y yo, Diario: tres amigos y un solo Dios,
que escucha y habla, y actúa, amando, siempre (17:47:56).
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